La Comunión Tradicionalista Carlista de Navarra
le desea una feliz
Pascua de Resurrección.
N. S. Jesucristo, Príncipe de la Paz, debe estar presente en las instituciones públicas, la Constitución española, y las leyes que la desarrollan. Su olvido nos ha conducido a la muerte del hombre, imagen visible del Dios invisible. Tal es la catástrofe para todos que conllevan las leyes pro aborto, la manipulación de embriones etc. Algunos políticos famosillos ya proponen la eutanasia.
Sin Dios, sin el Dios encarnado, más cercano al hombre que él mismo, todo es posible y no hay límite para las malas pasiones y el capricho, aún a costa de la propia persona que siempre suelen ser los demás, los más débiles.
Dios es el único escudo y la fuerza del que nada tiene: embriones humanos y fetos, niños, ancianos, enfermos, refugiados y modernos esclavos y esclavas, que cada vez hay más.
Dios es el único escudo y la fuerza frente al egoísmo de las personas y los políticos, las ideologías sustentadas por hombres, y las extralimitaciones del Estado y las administraciones públicas.
Esta es la lógica -del amor sin límite se pasa al odio y la dejación- sobre todo en España, pueblo y nación que vincula todo Bien a la religión, que se hizo en la religión católica, y que sólo se toma en serio el amor a una mujer, a los hijos, y sobre todo al Dios encarnado. Arrinconar la religión termina en breve en que unos "necesiten" perseguirla -los modernos odiadores como en 1931-, y en la indiferencia y pasotismo global de los demás -fruto del liberalismo o que cada cuál haga lo que quiera-, cayendo todos ellos en la mala conciencia y un enorme vacío y desorientación.
Como la situación en España es ya insostenible, tras cuarenta y pico años de torpezas y engaños de los mandamases ideologizados que filtran todos los medios de poder, los españoles están descorazonados y hastiados. No se sienten representados. Algunos, para distraerlos, hacen marionetas para provocar la risa. Y lo consiguen temporalmente. Mientras tanto, los políticos de la partitocracia responden con veleidades, corrupción, tonterías personalistas, y menosprecios o bien un desprecio frontal a la ley, una ley que fundaron únicamente en la voluntad del hombre -además sin deberes hacia sus padres e hijos-, seguramente en la voluntad de una parte de ellos -nunca llueve a gusto de todos, dicen los que no hacen fructificar la tierra-, o bien de sólo algunos -la partitocracia y sus amiguetes-.
Por Pascua es bueno recordar que el poder temporal viene en última instancia de Dios, sea cual sea el modo de acceso de los gobernantes al poder. No hay poder sino por Dios, lo que obliga al gobernante a ser justo, recibe autoridad y no sólo tiene fuerza física, y libera a quien debe ser gobernado con justicia y que cumple en conciencia la ley justa. Los diez mandamientos de la ley de Dios están claros y cualquiera que no esé totalmente viciado los descubre con la razón natural. AL menos por los frutos los conoceréis.
Aunque esta es una Web política, es tal el cúmulo de necesidades que tenemos en la política, a la que hoy se le obliga a barajar temas tan profundamente humanos y divinos, que insertamos para nuestros jóvenes -y todos- la homilía del Papa Francisco el Domingo de Ramos.
Una vez más hoy se demuestra que es imposible separar la política de la religión pues, hoy, la política -como siempre y sobre todo con las terribles extralimitaciones políticas actuales- trata de unas principalísimas cuestiones que afectan al hombre y en las que están en juego sus libertades básicas, su existencia y su vida, aunque lógicamente -y menos mal- no abarquen a todo el hombre:
Domingo 25 de marzo de 2018
El Papa Francisco presidió en la Plaza de San Pedro la solemne
celebración del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor.
Miles de fieles participaron en ella dando así inicio a la Semana Santa.
El Papa, en l homilía, recordó que “Cristo murió gritando su amor por cada
uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los de su
tiempo y a los de nuestro tiempo”.
A continuación, el texto completo de la homilía:
Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos invitó a hacernos partícipes y
tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a
su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar
de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se
entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que
forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar
los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este
tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar -y mucho-;
capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las manos» en
el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes abandonos y
traiciones.
Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría que Jesús
despierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.
Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por cantos y
gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo perdonado, del
leproso sanado o el balar de la oveja perdida que resuena con fuerza en ese
ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del que vivía en
los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres que lo han seguido
porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria… Es el canto y la
alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús pueden gritar:
«Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo no alabar a Aquel que
les había devuelto la dignidad y la esperanza? Es la alegría de tantos
pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar.
Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en sinrazón
escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y «fieles» a la
ley y a los preceptos rituales. Alegría insoportable para quienes han bloqueado
la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria. Alegría intolerable
para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades
recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta de la misericordia
de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse! ¡Qué difícil es
poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus propias fuerzas y
se sienten superiores a otros!
Así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar:
«¡Crucifícalo!». No es un grito espontáneo, sino el grito armado, producido,
que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso
testimonio. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su
conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para
acomodarse. El grito del que no tiene problema en buscar los medios para
hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace
de «trucar» la realidad y pintarla de manera tal que termina
desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un «malhechor». Es
la voz del que quiere defender la propia posición desacreditando especialmente
a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por
la «tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que
afirma sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».
Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la
esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindando
el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate a ti
mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar
la mirada… el grito que quiere borrar la compasión.
Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es mirar la cruz de
Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió gritando su amor
por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los
de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos sido salvados para que
nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se
encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es
dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar
cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento
de dificultad. ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de
alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades hacia
los pecadores, los últimos y olvidados?
Queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en ustedes es motivo de
enojo e irritación en manos de algunos, ya que un joven alegre es difícil de
manipular.
Pero existe en este día la posibilidad de un tercer grito: «Algunos
fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus
discípulos» y él responde: «Yo les digo que, si éstos callan,
gritarán las piedras» (Lc. 19,39-40).
Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido. Los
mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme y silencie.
Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenes.
Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan «ruido», para
que no se pregunten y cuestionen. Hay muchas formas de tranquilizarlos para que
no se involucren y sus sueños pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones
rastreras, pequeñas, tristes.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de la Juventud,
nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de ayer y de todos
los tiempos: «Si ellos callan, gritarán las piedras» (Lc. 19,40).
Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar, está en ustedes
decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en
el «crucifícalo» del viernes... Y está en ustedes no quedarse
callados. Si los demás callan, si nosotros los mayores y los dirigentes
callamos, si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán?
Por favor, decídanse antes de que griten las piedras.
Redacción ACI Prensa